Sobrevivientes de guerras,
hambrunas, golpes de Estado,
genocidios, holocaustos, y en especial, de "aeropuertos y
aduanas", se
instalan también en la poesía
de Pulido sin nombres ni apellidos ni pasaportes que los
identifiquen; hombres y mujeres provenientes de lejanos
países y desconocidas latitudes, como la señora
china "de
lentes grandes y transparentes con ojos de ardilla" que mientras
espera, durante su hora de descanso, el regreso a su turno para
las fritangas diarias de calamares y camarones en el restaurante
cantonés de costumbre "se petrifica hasta el punto / de
que hay dos estatuas en la plaza". De pronto, en un momento de
amores sin gestos, Pulido registra el acontecimiento rutinario,
sin igual en su cotidianidad, cuando "un hombre chino
envejecido también / llega a buscarla / y ella se levanta
con sonrisa ahorcada / mirando los filos de las azoteas / y en
uno de esos segundos / pregunta algo que suena / como
acordeón tropezado…"
El escritor no sólo exalta las presencias, es capaz
también de rememorar a los que ya no viven o a aquellos
que están en el penoso y lento proceso de
partir de este mundo, de escribirle a su tío agonizante,
quien abriendo, desde muy dentro de sí, sus ojos de
iguana, pregunta, indaga, consulta, enfebrecido y memorioso, por
la Sonora Matancera y por aquellas hembras que dejaron de existir
tiempo ha,
porque el tafetán verde perdió su color y las
mujeres de entonces su capacidad para asarse y deshacerse en los
vaporones del baile. ¡Coño! no hay más
tocadiscos, ni elepés, ni el azucá de Celia Cruz,
ni la negra misma, ni las atrevidas e infatigables danzas
calientes en los solares polvorientos y luminosos de la Villa o
en los oscuros y aguardentosos botiquines del barrio: todo se ha
vuelto desvaído; mucho menos queda por ahí,
bailando enloquecida, "una mujer infectada
de danzón", a pesar de que el sobrino enternecido y
consciente de la cercanía de la muerte de
su pariente "en aquel hospital / miseria cuadrada de sangre y
vómito", hubiese
querido mentirle, devolverle un pedazo de vida, al decirle: "el
baile nunca se termina / pero no nacieron las palabras / y ya era
un lastre / a merced de los gusanos".
Los deudos, esos dolientes anónimos que buscan consuelo
y resignación ante la muerte
inminente o inesperada, lo mismo da en el momento de las
lágrimas solidarias, también acompañan a sus
difuntos en la circunvalación poética de Pulido. El
escritor detesta las funerarias, las capillas ardientes, los
velatorios, los tanatorios, pero sabe que en algún
infausto momento, una voz amiga le transmitirá la mala
nueva, le informará acerca de sitio, hora y de los
pormenores de lo que pasó, antecediendo el inevitable
¡no puede ser! que expresa una siempre comprensible
y sincera sorpresa.
Ahí, muy a su pesar, acudirá entonces el poeta
con el fin de compartir dolor y pésame con amigos,
familiares, deudos del difunto y para descubrir, además,
en el entristecido alrededor de otras capillas vecinas ardiendo
en llanto a "una muchacha íngrima / que llora sentada a un
metro del ataúd / la miro desde el ojo de la multitud / su
ropa negra funge de única familia /
mamá poliéster, tía poliéster /
quisiera reconocerla de algún lado /(.)sus ojos de
oficinista / se alegran un segundo / como si hubiésemos /
conversado / en alguna taquilla".
Pulido se hace eco de otro profundo dolor, en este caso,
urbano, cuando constata que las calles, los callejones, los
bulevares de su ciudad son habitados por quienes menos
deberían hacer de ella casa y hogar, por esos niños
sin ilusiones ni futuros que ".duermen en la calle /
pómulos con saliva de muertos / cadáveres cansados
de enrollarse." Se inquieta y angustia el poeta por el dolor
recóndito que debe habitar en sus pesadillas nocturnas,
cuando en medio del sueño los lacere: "el toque / de la
mano perdida y femenina / que la lejana madre dejó en
ellos / como una huella digital anímica".
En sus andanzas de peregrino de vidrieras, de caminante
infatigable, el poeta, con alguna lágrima de
compasión en esos ojos de reportero insaciable cansado de
ver hasta lo que no se debe y lo que no se puede, afirma en
dolidos y desgarradores versos: "los he visto navegando en la
miseria / con su posición fetal de marineros / que
llenaron de carbón el barco de la noche / se ahogan
famélicos en sus pesadillas / y el que pasa siente que
acaba de pisar / el rebote de un alma
desprendida." Seguros estamos
que el poeta, en su indetenible circunvalación, no les
reservará ningún asiento a estos pasajeros
infantiles que deberían pasar la noche en medio de un
regazo cálido, sin peregrinar, sin deambular de acera en
acera, de puente en puente, buscando inexistentes calideces,
desaparecidas protecciones.
Los mendigos de ocasión y los habituales de la cuadra
se incorporan también a esta poética que nombra a
quienes no son sino están; carentes de apellidos y de
nombres son reconocidos por el mote, el apodo, el sobrenombre que
alguien acuñó en algún momento de
picardía o de oportuna venganza.
Extraídos de semejanzas animales, de
procedencias regionales o de defectos físicos evidentes,
estos hombres y mujeres: gorilón, ratón sucio,
loro, perico, bombillo de burdel, flor de barranco, maracucho,
gocho, peón de ajedrez, brazo
de picó, dormidos o despiertos, solos o en
compañía, sucios o recién bañados y
afeitados luego de una ocasional redada sanitaria, se incorporan
a los versos de Pulido para dejar su anonimato y recuperar esa
identidad
entrañable que sólo la palabra poética
otorga, concede: "un hombre renegrido se arrastra por la acera /
sin traje de baño / negando la existencia del mar /
negando las palmeras / aún siendo un náufrago" o
"el mendigo ha abierto los ojos por culpa de la mosca".
Los viandantes comunes, los impacientes chóferes, los
abrumados habitantes de una ciudad que "huele a gasolina, a
aserrín mojado, / a basura de
restaurantes / el sol sigue
bruñendo en las pátinas de los carros / y el
aceite de las
caballeras, / el coro de desagües y de emisoras / los
cornetazos que hacen saltar el corazón",
se aprietan en los vagones del metro poético de Pulido
para acompañar también los sueños del poeta,
quien se encuentra en plena Avenida Urdaneta a ver donde compra
"el número que me va a dar / el avión y la piscina
/ diferentes idiomas chisporroteando / por encima de mi traje de
baño / yo mirando a los habitantes de las playas / mujeres
envueltas en aceite / hombres de magazine / whisky con agua de coco /
antes de que me destierren otra vez".
Pulido se descubre a sí mismo siendo descubierto por
los demás; los otros, desde su irrelevancia y anonimato,
lo ayudan a ser, a tener existencia plena y propia. Nuestro poeta
tiene plena conciencia de que
en su vagabundeo urbano, en su peregrinaje ciudadano, se le
impone lo humano; dubitativo e introspectivo se pregunta
"Quién sabe cuántas almas / me contemplaron /
chóferes, buhoneros, peatones, pasajeros / sudaban turbios
/ de mis ojos fluía la desazón de vivir /.la
muchedumbre odiaba mis ojos / por los lados de la Avenida
México".
Gentes desconocidas y avenidas cotidianas, calles frecuentes y
muchedumbre anónima, bulevares de todos los días y
pelotón sin rostro, vecindario compartido y
aglomeración bienvenida: Pulido habita en el bullicio. "No
soy libre / cada sitio es una cárcel / siempre ando / a
juro conmigo / aunque anide en multitudes". Nada más
alejado de su poesía que una calle solitaria poblada de
ausencias; nuestro escritor insiste en sus autopistas afectivas y
en la legión anónima que lo acompaña y lo
define: "a veces amo la carretera / que hay dentro de mí /
y el amargo contacto de la muchedumbre".
El poeta existe en la medida que anda y desanda el asfalto,
que retrata y registra personas que no son personajes, realidades
humanas que luchan por ser algo más que lo que hacen para
malvivir en una ciudad que es "un callejón sin salida",
donde: "El lamparazo de un neón / revelará la
cicatriz de una cesárea / se besarán dos
extraños / y el colchón será duro / hasta
que la madrugada / abra sus mapas".
Mendigos, oficinistas, chóferes, malandrines,
policías, ancianas, motociclistas, buhoneros,
liceístas, mecánicos, indios del Orinoco y del
Amazonas, chinos de Cantón, prostitutas, señores de
traje caro, abuelas acarameladas, difuntos, niños de la
calle, vírgenes de yeso y otras de apetecida carne,
quiosqueros, deudos, recogelatas, policías, moribundos,
perros
callejeros, gatos hogareños, mujeres cotidianas y
nalgonas, ladrones, vecinos indiferentes, cuidadores de carros,
indigentes, barman y mesoneros, vendedores de lotería y de
ilusiones, en fin, toda la variopinta grasa humana con que han
untado a la ciudad le dan a la poesía de Pulido un olor a
fritanga, a parrilla baratona, a desodorante de quincalla, a
perfume de pachulí, a bullanguería de estadio, a
hedor de orina, que el escritor disfruta, como si estuviera
saboreando un "chopsuey de zapatos", engullido con velocidad y
sin placer por la necesidad que imponen hambres atrasadas y
urgencias nuevas; ojeroso de insomnios, se asoma al andén
de su propia existencia para contemplar alucinado y desencantado
al dormido y lejano "cargamento de nancys" que integran la
ciudadanía, mientras implora la infinita
bondad del Señor, en una plegaria personal que
intenta salvarlo de su impenitente condición urbana:
"Dios: tú que estás abarcando / el lado donde no
estoy / dime / para que quieres que te pase / hacia la sordidez
de estos ejidos / cuyo río es tan triste / que te puedes
morir como una garza /en el légamo con kirieleison / de
Bello Monte".
El agobio de la
marginalidad
Este país ha repartido mal
se lo digo yo en esta plaza
sacándole el cuerpo
a la sayona de la mendicidad
El poeta devela el otro lado de la ciudad: el de la
malvivencia, el de la ciudadanía de segunda, el de hombres
y mujeres envilecidos, excluidos, rechazados, aquel que se
traduce como precariedad, subsistencia pura y absoluta: la
realidad de una Caracas que ya no puede esconder, disfrazar,
ocultar la marginalidad, la
exclusión de más de la mitad de sus conciudadanos.
Pulido se imagina como discurre una existencia interina que se
vive al instante y por cuotas: "barras, / música de vidrios y
alcohol, /
asesinatos rústicos, / sexo agrio, /
la madrugada culebrosa / toses en vez de gallos / tuercas
oxidándose / en los barrancos del sentir, / almas sin
mantenimiento,
/ suspiros sin ruta, / esta ciudad enajenante / huérfana
de heroísmos / vestida de horóscopos
farsantes".
En medio de inclementes recuerdos por lo dejado atrás
en el tiempo y en el espacio: ".un pueblo sin asfalto y sin
cemento / de
pura tierra el
pueblo / ventorrillos y humo", el poeta rememora su llegada a la
ciudad para convertirse en ciudadano de una vez y para siempre:
".Soñé que me espinaba las pupilas / Estaba
llegando a la ciudad / El autobús marchó sin
altibajos / La parada final me despertó / Y el hervidero
de neón hizo el papel / de que la ciudad me recibía
/ Y en ese entonces me quedé atrapado / Entre el
sueño y la vida".
Nuestro escritor deambula y recorre una ciudad ofidica que a
muchos, los de las colinas del Este, los del levante, por donde
sale el sol, le es ajena. Pulido, en pleno centro de una ciudad
repudiada y malquerida confiesa: "Me mordió la avenida
Baralt / la tarde del viernes / culebra atragantada / de
buhoneros y carros / mujeres sin milagros / buscando templos / en
el infierno de la bisutería".
En la poesía de Pulido, Caracas es redescubierta
más allá de los clichés y lugares comunes de
la elegía poética y del impresionismo
pictórico; el poeta la representa en esa otra
dimensión que poco o nada tiene que ver con los centros
comerciales de moda o con los
paseos para turistas de paquete. En la ciudad del poeta, la misma
que nosotros desvivimos, "hay bullicios de panadería / una
mujer recién bañada / baja la calle cantando /
alguien rompe una botella contra la acera / en lo más
profundo de la intimidad y de la sabiduría
filosófica / nada puede superar la combinación de
sudor y vellos púbicos / todo Petare, toda calleja, la
dorada carne de la ciudad / el espíritu bisutero de la
urbe / saltan como un cohete de fiesta patronal".
El poeta sufre la ciudad como también la soportan sus
malhadados habitantes, comparte el infortunio y la
frustración de buena parte de sus congéneres, de
aquellos que habitan permanentemente en la esperanza, en la
ilusión renovada de que mañana, por efecto del
azar, del milagro o de una decisión administrativa, en
fin, de la rueda de la fortuna, de la infinita bondad de Dios o
de las políticas
clientelares del gobierno de
turno, todo va a ser diametralmente distinto.
Ciudadanos que creen en el 41, en el 11, en los dos patitos,
el 22, en los números que revelan los sueños
alocados, en el infinito poder del
Señor, y, sobre todo, en los ilimitados recursos de un
omnipotente Presidente de la
República en permanente campaña política quien,
afectuoso – cerro, sudor y escalinatas arriba –
estrechó, a diestra y a siniestra, innumerables manos
expectantes, entusiasmadas, mientras, en generosa demagogia,
aseguraba, a sirios y troyanos, a los habitantes de Río
Crecido y de Quebrada Seca, la definitiva conquista, la
final obtención del hogar soñado, de la salud faltante y de una
felicidad posible obtenida siempre en urnas, esta vez, las
electorales.
En palabras ansiosas de un mejor futuro, el poeta, contento y
esperanzado como un comprador de sueños más, acude,
optimista, al quiosco de lotería: "Voy a comprar el cero
cero / el ochenta y seis / el dos mil veinte / la lotería
está obligada / a ceder / de tin marín", para
escuchar, atónito y confuso, la fría respuesta del
inmutable vendedor de ilusiones, quien, sin alzar vista y cara,
responde, impertérrito, que no queda ninguno de esos
números que amparaban ansiadas prosperidades, apetecidos y
ahora imposibles bienestares.
Nuestro poeta tiene plena conciencia de las falencias, de las
precariedades que supone una existencia minusválida,
siempre al borde, en el límite de la subsistencia, signada
por la carencia de lo fundamental e inscrita en una doble
alienación: la de la esperanza de que pronto
llegará una vida mejor, o la del consuelo de que se vive
tan peor como los demás lo hacen.
A solas consigo mismo, el escritor describe el decurso de esa
existencia que semeja la de un prisionero sentenciado a la celda
para los castigos por el solo delito de habitar
en la marginalidad. El poeta certifica, la conciencia se
revuelve: "No hay idiosincrasia en el andén / no hay
país en la butaca del cinematógrafo / amo el
café
como si fuese la materia prima
de mi alma / y cuando tengo la anestesia del desamor / busco el
rocío / de los pajonales inventados y soñados / a
través de la ventana de mi baño / que posee cielo
propio, una montaña un avión / una
acumulación de polvo, de años y años / un
pujido de sol revelando huellas digitales / y bebés de
arañas".
Cielos y aviones inventados por la imaginación del
poeta enjaulado, acompañan a una montaña que
perdió lentamente su lozanía y su verdor: sus
árboles, sus quebradas, su flora y sus
animales, para pasar a ser el sostén físico de esas
inestables y crecientes existencias que configuran la
marginalidad urbana. Una realidad de ranchos, de viviendas
precarias, de estrechas callejuelas, de servicios
públicos inexistentes e interminables escalones que no
conducen a ningún cielo es la que Pulido observa, no sin
cierto dejo de denuncia, cuando informa y confirma: "el
autobús de medianoche se vacía en la parada / un
hombre quiere vomitar / una voz femenina se queja / y gorgotean
las alcantarillas / no hay relinchos / no huele a pastos verdes y
extensos / no hay rocío / olvídate de las frutas
silvestres / no hay peces ni
tigres ni venados / no es posible tantear un nido colgante / hago
un esfuerzo al besarte con el alma".
Ciertamente, en el desasosiego de la marginalidad, en el
agobio de la precariedad, cualquier iniciativa vital significa un
esfuerzo permanente, un reiterado albur, un riesgo advertido:
todos los días la gitana del destino te echa las cartas, te tira
los dados. La existencia de aquellos marginados que son
fácilmente reconocibles por sus "ojos de traicionado, boca
de chofer, / castrado de la tierra /
colilla destripada" es una osada aventura que fácilmente
se convierte en su contrario: "Una desventura baja en ascensor /
y otra desventura / inunda el quiosco / de la Plaza Venezuela / mi
perfil pasa / sobre un cementerio de aborígenes y
españoles / soy un peregrino de vidriera".
Ese peregrino que habita en la inagotable imaginación
del escritor reconoce, en sus enardecidos versos – genuino
reproche ciudadano – que, a pesar de todas sus andanzas
callejeras, de sus emociones
urbanas, de sus circunvalaciones citadinas: "Este no es mi lugar
/ soy una raza extraviada ", aunque "el faro rojo de la patrulla
policial gira / en el cuarto / todo el tiempo ".
Pulido no puede soportar, ser testigo y mucho menos
protagonista de una marginalidad que se traduce en encierro, en
acuartelamiento por razones de dinero, en
prisión perpetua por motivos económicos. El poeta
se rebela en contra de una realidad impuesta por las
circunstancias de la precariedad; hondo de afectos se lamenta:
"¿Quién es testigo cuando te miro? / y sé
que eres demasiado / bien nacida y fresca para estar tendida / en
un cuarto pequeño y amarillento / ¿Quién
puede testificar este dolor / inacabable e irreductible / de ver
a una diosa atrapada en la perplejidad / las alas a medio salir /
los brazos quemados por aceite de cocina? / ¡Ay la diosa
hermosa / encerrada en una vivienda prefabricada! / un lugar
donde el sol es polvoriento, donde las flores son de plástico y
los sueños pesadillas económicas / la diosa hermosa
allí / como una música retenida / y el hombre que
la mira / y que la ama de este lado / muerto de tanto mirar /
muerto de tanto fracasar / muerto de tanta política. /
Muerto de amar caro / con un corazón tan barato".
Los relegados de siempre, los condenados de este valle, los
rechazados anónimos, los desamparados, esa inmensa
legión de recogelatas – como si el aluminio fuese
el oro de este
siglo -, los salario-mínimo, los cesta ticket, son
exaltados a vivo verso en la poesía de Pulido, mientras
los temerosos pobladores de la otra ciudad – la luminosa,
distante y flemática – rechazan con fingida indiferencia,
tanto al mugriento mendigo, al alocado indigente, como a los
abigarrados y coloridos conciudadanos, las Belkys, Yuleisis,
Nancys y Jordans de las populosas barriadas caraqueñas
que, viernes y sábados, quince y último, toman por
asalto los espacios ciudadanos para manifestar, en medio de su
algarabía, una libertad que
sólo se ejerce en el alegre desenfado que acompaña
a la multitud; Pulido se hace uno con ella: "A veces amo la
carretera / que hay dentro de mí / y el amargo contacto de
la muchedumbre".
Contemplada desde las humildes y oscuras claraboyas de la
marginalidad, la ciudad ajena parece un buque sin mar que navega
decidido en el asfalto de la poesía de Pulido, quien
aterrorizado confiesa: "Es un barco enorme / lo siento pasar /
pegado a los edificios". Ese navío fantasma, eslorado y al
garete, es "una masa de silencio / las olas lo golpean en la
madrugada" y los perros se asustan tanto como el escritor, quien,
al paso del "escualo del odio", gime, se enrolla, tiembla, tirita
de miedo y asombro y se aferra, incrédulo, al único
lugar que ofrece una pasajera seguridad: el
pasamanos de la escalera de su edificio.
El poeta registra para la historia de una ciudad en
permanente movimiento, el
violento pasaje de esa embarcación que hiede – como el
mismo odio – a capitán eterno, a sobacos de océano,
a descomposición de amores. Luego del amargo
tránsito del barco del resentimiento queda "a babor un
muerto a estribor un muerto".
En nombre de todos y cada uno de los jugadores de pelota en la
calle, de los oyentes de música a todo volumen, de los
enfermos desatendidos en clínicas y hospitales por no
tener dinero o insumos médicos, de los sudorosos pasajeros
del metro, de los recluidos en la Cárcel Modelo, de los
come perros calientes a la hora del almuerzo, de los huelepega de
Sabana Grande, de los locos de la Cota Mil, de los empleados sin
palto, del personal del aseo urbano, de las domésticas de
oficio y por día, de los embolsadores del auto-mercado, de los
asesinados de fin de semana, de las mujeres de alquiler, de los
sin papeles, de las madres que indagan por sus hijos en morgues y
hospitales, Pulido levanta un necesario y preventivo verso de
alerta: "La ciudad exige un perdón y un latigazo".
Una mismidad
maltrecha
Resistir como una sombra en la nieve
Morir como un azul añil
Pulido no es complaciente con nada ni con nadie, mucho menos
consigo mismo, en su poesía – intimista
también – comunica los recónditos estados de su ser
e informa acerca de sus dificultosas vicisitudes existenciales.
No ejercita la facundia el poeta para enumerar – de frente y en
versos sin retórica – aquellas realidades
heterogéneas, disímiles, desemejantes, que lo
angustian o acucian: el desamor, la soledad, la injusticia, la
estrechez económica, los fracasos pasajeros, la pronta
vejez, sus
hijos y, en particular, el infalible destino que como sombra
sustituta, leal y astuto perro faldero, lo persigue a donde
vaya.
El poeta se lamenta y quisiera desandar lo andado, desvivir lo
vivido, no sin un dejo de frustración, sin un acento de
impotencia, el poeta gimotea y se pregunta: "Quién pudiera
empezar de nuevo / Desde el nacimiento / Como un ignorante
cargado de semen / Para repartírselo / A las tunas /
para que se lo traguen las hormigas / para que las mujeres lloren
por uno / cada vez que lo miren en el hueso".
En situaciones extremas, en el borde de su hastío
vital, en pleno naufragio personal, la acera del mendigo, la
calle de la vagancia, pudiesen ser el hábitat
final del escritor y sus desencantos: "yo prefiero ser un viejo
degenerado / tirado en la calle / y no un señor así
/ que sólo puede comprar cosas / a esa edad todo le
está vedado al hombre / apenas puede preguntar por
precios / es
mejor no tener nada / es mejor quedarse vacío / es mejor
escupir y estorbar el paso / cuando las mujeres no te quieren / y
los hombres no te respetan".
Descarnado y directo, sin ambages, generando sorpresas y
rechazos, la poesía de Pulido es un continuo
desafío para los demás y un reiterado duelo consigo
mismo. El escritor se debate,
arremete y se defiende, golpea bajo, se disputa consigo mismo y
advierte de los peligros que acompañan a su propia
existencia, esa que conlleva vivir en una ciudad signada por la
hipocresía, la envidia, la malquerencia. Cuando la
decepción se instala en el salón de su verbo, sin
ánimo de marcharse, Pulido se transforma en su propio
exterminador, se demuele, se arrasa a sí mismo:"yo soy el
antro de las horas pasadas / la vida huye obstinada
llevándose / sus partículas de amor / como si
no soportara / el olor hacinado de los sueños / este
cuerpo llagado de recuerdos / purulento de recuerdos / la vida
retrocede asqueada / yo le pregunto a la vida / ¿para
dónde vas? / y no puedo levantar los pies ".Pulido es un
suicida poético.
El poeta enfrenta la realidad humana, su condición de
existente aficionado con un conteo en contra. Sale todos los
días de su apartamento en Bello Monte a boxear con su
propia imagen, en busca
de algo o alguien con que calentar su friolenta pequeñez
vital, que le brinde además señorío e
hidalguía a ese espíritu jorobado con el que el
poeta deambula a cuestas en su incesante circunvalación
por las calles de una Caracas sin afecto, por las avenidas
más sucias y repelentes de una metrópoli
desprovista de ternura, para contemplar, impotente y fascinado a
la vez: las "bestias exuberantes / que muerden con el sexo / y
mastican tu corazón de chicle", sabiendo, en alma y carne
propia, que es poco lo que puede hacer para liar los
bártulos, para transformar situaciones particulares y
ajenas que son una verdadera cuesta arriba. En esos casos
intensos, en esas circunstancias agudas, tempranamente despojado
por la miseria circundante del bolso de sus idolatrías, el
poeta regresa a su hogar desengañado, contrariado,
desencantado, convencido de que lo único – urbana y
humanamente posible – que le resta por hacer es incrustar
"la cabeza en la nevera / como un fotógrafo de
avestruces".
Pulido ama en la medida en que se desama, la pasión del
poeta tiene un dejo de desafecto personal que un alma magullada,
una mismidad maltrecha, potencia y
vigoriza. Nuestro escritor se describe pateándose el alma,
arrastrando los pies, en medio de una reducida auto–estima,
castigándose innecesariamente en unos versos que lo dejan
siempre mal parado, disfrutando, regodeándose, de un
permanente e injustificable conflicto con
sus adentros.
El poeta confiesa, dolido, apátrida, líquido,
cobarde, profano y sin eternidades sustentables, que: "soy civil
trashumante / camisa y pantalón / zapatos amansados / sin
uniforme viejo / nada me distingue / quizás existe mi
país / a lo mejor me vigila Dios / soy un civil de carnes
magulladas / mango maduro con su amor de escombros / cerveza y
cocacola / porque no soy un héroe / y tomo aspirinas bayer
/ cuando me duelen los recuerdos".
Vivir es un desasosiego reiterado, un desconsuelo permanente,
una desesperanza alimentada por la conducta y
acciones de un
prójimo integrado por matarifes de iniciativas, por
carniceros de ilusiones, por sanguinarios semejantes, bien
dispuestos, siempre prestos para la traición, la
cobardía, la perfidia, la inconsecuencia, para la
deslealtad. Pulido así lo sabe y así lo expresa en
poemas que son
un compendio de vicios cívicos, de perversiones urbanas,
de las más atrevidas depravaciones ciudadanas. El escritor
es un genuino desencantado, un animal de los bulevares
caraqueños que – a su pasar – se embadurna
también, se unge con esa grasa humana con que han untado
la ciudad para que la existencia ciudadana tenga siempre un deje
de maloliencia, un tono de hediondez, un aroma de
espíritus muertos.
El poeta, consciente y prevenido, advierte: "Nos vemos / a lo
mejor de diez a once / no sé si volveré / a estos
predios / pero insisto en que vendré / Bajo hacia el oeste
por la Avenida Urdaneta / un ladrón me pide un cigarrillo
/ es lo único que me va a quitar / tiene un diente flojo
en la sonrisa / brotan mesas de libros / un
hombre vende libros que no lee / tomos ensangrentados / ./ una
anciana con cara de puta extiende la mano / empiezo a reír
/ como el ladrón / y Dios sabe que no soy así /
pero los autobuses lo tienen atolondrado / allá va en el
aire /
allá se esconde / está solo y huye".
Ni el mismo Dios soporta las vilezas, los servilismos, las
bajezas, las humillaciones, que el hombre ha concebido y
ejercitado para ser menos prójimo, menos hermano de sus
semejantes. Dios – desencantado – huye de este mundo, se
aleja de la ciudad, y Pulido quiere acompañarlo para
recriminarle, exigirle a esa Divinidad todopoderosa y
omnisciente, creadora de todo lo creado, la urgente necesidad de
que vuelva a hacer todo de nuevo, que trastoque los
orígenes, que excluya por siempre el pecado y
cimiente una humanidad distinta basada en el amor que un
Dios prejuiciado ayudó a desacreditar y a vilipendiar.
Nuestro escritor increpa y reprocha a Dios: "
¿porqué los vigilas? / tú, el enfoque
vertiginoso del todo y de la nada / esperando el pecado / todos
los rumores y los movimientos / de la naturaleza /
esperando el pecado / para que en épocas posteriores / nos
asaltara la visión / de esos personajes indescriptibles /
que no eran propiamente un hombre y una mujer / sino el
sueño del amor / la primera rama quebrada, / el primer
himen roto, / la primera relación amorosa / convertida en
pecado / .y ese pecado consistió en que Adán
acababa de parir / a la mujer amada /
incesto provocado / por tus arrebatos autodidactas / nada se te
puede reclamar / después que han desaparecido las evidencias /
¿porqué los sacaste de ese lugar? / ¿a quien
le dejaste el paraíso? / el mundo tenía que ser un
desalojo constante / después de eso / el amor tenía
que ser una angustia después de eso / el mundo se
llenó de cuerpos anhelantes / prendidos al placer y a la
muerte".
Pulido es un desalojado de esta ciudad, un expulsado de este
mundo, un excluido de estas heredades, un despedido de la
provincia, el poeta bien lo sabe: "no hay donde ir ni que buscar
/ en este laberinto / tengo tanto tiempo mirando las azoteas /
que voy a cerrar los ojos /.si me quedo dormido para siempre /
también estará allí la sombra de esta
soledad / porque así es la ciudad de repetitiva / y las
moscas se ocupan de que no sueñes".
El poeta transita su propia vida como si estuviese de nuevo
desandando, sin sorpresas, calles de la Villa y avenidas
caraqueñas, largamente transitadas, fácilmente
reconocibles: inocentes en su infancia,
temerosas en su adolescencia,
alocadas en su juventud,
inconformes en su adultez y desencantadas en la ineludible vejez.
El escritor rememora:
De su inocente infancia: "yo quería saber
hacia donde llevaban / a ese muerto que pesaba tanto / mi
madre y mis tías rezaban cabizbajas / lamentando tanta
injusticia /.las muchachas que me gustaban / eran
niñas ricas / y tersas / las seguía de cerca /
hasta la medianoche / mientras el santo entraba a la iglesia
/ al final, los cargadores se peinaban satisfechos, / y
aceptaban cervezas / yo no me había quemado las manos
/ pero me dolía / el desprecio de aquellas muchachas
/…aquella noche de oraciones / dejó en mi cerebro un
ramaje lejano / cruzado de vientos / sopla un calor de
esperma / sopla un olor de aceites / y las llamas de las
faldas / se apagan / en la esquina del club". Adulto, barbado
de pelos en la espalda, nariz y orejas, ajado, entrado en
kilos y desesperanzas, enternecido, descorazonado, conmovido
por insondables remembranzas, el poeta regresa al vientre
originario, al afecto por antonomasia, al regazo de Victoria,
su madre, para rememorar el beso sin igual, el insuperable e
indistinto, el exclusivo, aquel que a ninguno deja
indiferente:"Yo tengo un solo beso / De cuando era inocente /
Y voy a conservarlo eternamente / Hasta que mi
espíritu castigado / Se saque el plomo de la culpa / Y
nadie esté soñando que no aguanta / El peso de
mi beso".De su temerosa adolescencia: "un sábado me
untaba el pelo con aceite de coco / y otro me ilusionaba el
de quina / escuché la radio / hasta ponerme aceite
palmolive / y la amarillenta glostora con rubina / tuve
mediodías de avena quaker / domingos de toddy
frío / y bailaba y hablaba y sudaba / mascando
chiclets adam / eran las marcas de mi historia personal /
sentí que amaba a Greta Garbo / creí enloquecer
por María Félix / aunque eran máscaras
en blanco y negro / cuerpos indefinibles / el cadáver
de la vida / suelta olores profundos / descubrí el
monte de Venus / el botón del ombligo / temí
que los ombligos florecieran / y que se erosionaran los
montes de Venus / cuán miedoso he sido / muchacho soy
del arca de los pueblos / guerrillero de nada / sol de barros
/ jugador que se arriesga sin apuesta / católico sin
fe / creyente indócil / soy un civil / de los civiles
étnicos / tan sólo reclutable por la muerte / y
por los labios de aquella que me amó".De su alocada juventud: "Cuando cumplí los
dieciocho / me alargué las patillas / trampeando a las
muchachas / que sólo tenían sentidos para Elvis
/ y alzaban las tetas / cargadas de Marilyn / me obsesionaban
las piernas blancas / de una dama italiana / la boca magenta
de una mujer casada / los chillidos de las vecinas / y al
apenas desprenderse el aguacero / me aislaba y me
sentía / que era el único hombre cuajado de
magias / que quedaba sin descubrir".De su inconforme adultez: "llegó el
año de la barba crecida / cara de apóstol
indeciso / la podé y creció de nuevo /
agricultor de gestos / cosechador de inconformidades /
engordé, adelgacé / y volví a engordar /
con los brazos extendidos / arrastrando los bagazos del
tiempo / canté estrenduosamente / el himno de las aves
que se extinguen / y vi que la muerte tenía un pincel
/ para ponerme pelos y quitarme pelos / me espantaron los
yerbajos de las orejas / los músculos blanditos /
hicieron mella en mí / cuando cogí gusto a los
cólicos / pregunté "muerte ¿qué
cuadro pintas?" / y escuché la música de los
huesos / al estirarme / vino la garganta seca / qué
brochazo demoníaco".De su ineludible vejez: "¿qué voy a
hacer tan solo?/ el cinematógrafo es un asma de
butacas / que no podría enfrentar sin sentir tu
vecindad / pero tengo que prepararme como un cuaderno
escondido / para el borrador de la muerte / he comenzado a
guardar en los túneles de la memoria / unas
montañas, un río, / una autopista cruzada por
cocuyos y ácaros / una música pulverizada entre
edificios / los recuerdos de mi infancia que más me
deleitan."
Entre las postrimeras reminiscencias del moribundo, en el
último paseo del poeta, en su tránsito hacia otra
supuesta vida, en plena despedida de este mundo, Pulido de
seguro
escuchará a su madre de siempre, inquiriendo de nuevo,
interrogando a su precipitado hijo: "¿adónde vas? /
ella, una mujer joven todavía / secándose las manos
en la falda / calcada en la penumbra / impresionista,
idílica y olorosa a canela / llorando en el
zaguán".
La esperanza de volver a esta ¿creación /
evolución? en otro cuerpo, la
reencarnación que a tantos otros mortales otorga
ánimos y esperanzas, es contemplada también por el
poeta como una posibilidad, como una peripecia para irse de este
caos por un rato y volver, sin haberse ido para siempre.
El escritor enfrenta – brutal y descarnado – su
propia y eventual reencarnación, esa esperanza de
eternidad por cuotas: " Me aferro a la idea/ de la
reencarnación con vehemencia / dicen / que podré
regresar / a Caracas, a Nueva York, a París, o a una selva
impenetrable; / que abriré los ojos de repente / a la
luz / me
amantarán, me enseñarán, me guiarán,
/ me volverán a estropear la sensibilidad / seré un
desplazado si no nazco hijo de ricos, / seré un mendigo si
nazco débil / o comeré mocos y oleré pedos /
si reencarno mongólico / pero seré alguien / con
ojos / visitaré al menos una calle, un mercado /
veré estas mujeres hermosas, / estos hombres perversos / y
sentimentales / disfrutaré la frescura del agua / la
fritura con
ajos / el sonido hediondo
del océano / el sexo común y corriente".
Pulido si no ve, no siente, si no verifica, constata la
existencia ajena, tampoco tiene conciencia de la propia. El poeta
es uno con los demás, se mimetiza con un entorno humano
que promueve e instala la negación, la ausencia, la
privación, la penuria espiritual y física, trastocada en
almas estropeadas, en mismidades maltrechas, en identidades
maltratadas, en espíritus magullados, que no reconocen ni
se reconocen. El poeta se confiesa y penitente, flagelado,
azotado por sus congéneres, acepta, reconoce: "yo fui la
cruz sin nombre / el Gólgota sin María / el
radioescucha de los pecados / hasta que el semáforo / rezó y pasé".
Atardece, el sol caraqueño cae desvaído por el
remoto oeste, es un guiño catiense; el Ávila, azul
y pudoroso, se viste de brumas, se envuelve en blancos edredones,
se abriga, se protege; las alocadas y fugaces nubes lo desvisten,
lo violan, lo traspasan. El masoquista y citadino poeta –
pájaro en rama en espera de la pedrada decisiva – se
refugia – baldío, yermo, seco – en su corazón
barato, en su alma estropeada, en su mismidad maltrecha, mientras
que absorto, embelesado, ensimismado, lejos de fugaces
distracciones, piensa, revela para sí y para nosotros el
sitio al que se encuentra predestinado: "Este varón
cansado / Este hombre encanecido / Este iluso civil atormentado /
Sale a comprar verduras y canillas / Y la suerte lo elude / El
cielo no lo ampara / La bondad no lo premia / El deseo y el
aprecio / no habitan en las miradas que lo miran / Este
varón marchito de semen resinoso / No levanta la envidia y
sus revuelos / No calma las pasiones de ninguno / Tan sólo
paga impuestos y
accesorios / Con algunos lunares peligrosos / Llenándose
de pelos / ¿qué debe hacer / para seguir
garantizando / al corazón como inquilino? / Buscar asilo
en otro continente / Y por eso se ha ido a los
sueños".
Un amor
kilométrico
Mi mujer siempre fue
una aparición
un encanto
de pozos antiguos
El desamor que el poeta siente por sí mismo es
inversamente proporcional al amor que experimenta por su mujer.
La poesía amatoria de Pulido compite en igualdad de
condiciones con su poética urbana. El escritor despliega
una pasión incomparable cuando la dueña de sus
sueños, su compañera marital, se encuentra en la
trayectoria de sus más legítimas emociones. Buena
parte de la poesía urbana de Pulido es una excusa para
expresar el fervor, su pasión, por su mujer homenajeada.
Lo mismo podríamos afirmar de su intimismo literario: el
escritor se maltrata a sí mismo para acariciar a su
enamorada, se desprecia para loarla, se azota para besarla.
En la selva, en la ciudad, en los ríos y lagunas, en el
lecho matrimonial, en lo más profundo de una
inédita jungla personal, habita, reside, mora, anida –
ocupando todo su corazón de fiera en celo – el amor sin
delimitaciones, sin límites
que Pulido le brinda a la mujer de sus peregrinos días y
de sus apasionadas noches. El poeta expresa vivamente, con
insólita energía, el amor que le inflama el pecho y
le atiza la letra: "Yo te amo / con este nerviosismo de antílope / expuesto a la intemperie. /
Siente el corazón tembloroso / en medio de la jungla /
siéntelo imperfecto y asombrado / frágil, jugoso,
delicado, hiriente / como un manjar de tigre".
Esta contradicción entre el poeta que se malquiere para
rendirle culto a su amada es explicita y evidente a lo largo de
toda su obra poética. En efecto, Pulido, por un lado,
expresa: "No le tengo miedo a la cursilería del amor a
primera vista. / Constantemente recuerdo ese minuto / aunque
después / te haya desencantado / una que otra fealdad
mía / un mal aliento / una frase bastarda / descubrir que
tengo / un espíritu jorobado", para inmediatamente
reconocer que: ".amarte ha sido / una pasión analfabeta /
una infancia al revés. / La ciudad / sería una
tumba / sin ese amor a primera vista".
Propietaria exclusiva de los adentros afectuosos del poeta,
dueña privilegiada de sus ardores, ama distinguida con los
arrojos humanos de Pulido; el escritor no puede concebir la
existencia sin el amor, y en especial, sin el entusiasmo por esa
mujer, su hembra personificada y versificada, sobre quien
confiesa poner toda "la concentración sentimental / en tu
persona / en
el alma de tu boca / en el clítoris todopoderoso / y en el
espíritu caliente de tu piel".
Ciudad, amor y sexo se entrelazan en los versos del escritor
para que su poesía resulte en una tríada de temas
afectivos, personales e intransferibles que obtienen un preciado
equilibrio
cuando Pulido exalta, glorifica, enaltece, ensalza, idealiza a su
amada: "Ante el tarot del
cuerpo femenino / y el millón de soles que alumbran / un
alma de mujer".
El escritor también expresa, inequívocamente, su
inquietud ante la posible pérdida o ausencia de su amor
sin límites, de su amor kilométrico: "Ahora te
contemplo más que antes / buscando remanentes de dolor /
atisbando las grietas inquietantes / que vacían el amor /
suman un gólgota espeso los instantes / que gastas en
silencio aterrador / como escondida en túneles distantes /
que entierran el amor / es que me siento que no tengo casa /
cuando ni tu sonrisa te traspasa / el rostro inmóvil de
muñeca triste / y hay minutos tan duros que me quedo /
vacilando ante ti de puro miedo / creyendo que te fuiste".
No desea el poeta ausencias, distanciamientos, silencios,
entredichos, malentendidos, rostros enmudecidos y lejanos,
separaciones, reservas, mutismos, sigilos por parte de su amada.
Se lamenta de veras cuando los mismos se producen y la
relación amorosa se suspende por unos instantes, cae en un
vacío atroz, de enrarecidos aires y apartados rincones. Un
amor sin dudas ni vacilaciones, una pasión sin
alejamientos, un sentimiento mutuamente compartido, un verdadero
solaz es lo que ambiciona el poeta: "Me desespero / cada vez que
cierras / la puerta del baño. / Odio las intimidades / y
esos minutos en que somos extraños".
Pulido desea hacer posible la utopía de un amor sin
reproches, de una pasión sin reconvenciones, de una
alianza amorosa enormemente feliz e infinitamente duradera que no
conozca contenciones espaciales ni temporales. Su poesía
es un canto a ese amor, una trova a la pareja, no quiere
reflejarse sin su amada, se reclama y se acusa del menoscabo
físico de quien ha debido permanecer por siempre igual:
joven, exuberante, fresca, lozana, candorosa, se arrepiente
insondablemente de la mengua que ha causado el paso del tiempo
sobre el cuerpo y el rostro de su amada presumiblemente
infungible, y anhela vivamente: "Sé que tus ojos eran
más hermosos / de lo que son / que no debí hacerlos
llorar; / sé que tus manos de ángel salvaje / se
han resecado / por mi culpa / la cocina, los platos, / sé
que he debido guardarlas / para que vuelen / perfumadas, /
armadas de uñas rojas / hincándose en la magia /
que estaba obligado a darte / y me doy cuenta de que tus piernas
eran más delgadas / y que tu corazón era más
blando: / fui un depredador contigo".
El poeta se lamenta de su forma de amar, reconoce que no tiene
otra distinta a la que impone la intensidad, el ímpetu, al
atrevimiento, al brío pasional que pone en cada una de sus
jornadas amorosas; ya lo había resaltado, cuando afirmaba
sin paciencia, sin estoicismo alguno, que dejaría
cualquier cosa útil que estuviera haciendo para
desesperado: ".tocar tu cuerpo / aquel cuerpo /
sintomático / cargado de calores silenciosos / y
tenía ganas de cerrar el capó / caminar la media
cuadra que nos estaba separando / una tronera verde como el mar
de Acapulco / y un deseo que me barnizaras con tu mirada / y
besarte sin llenarte de grasa de carro / mientras la lavadora
baila su samba / no has empezado todavía a cortar las
cebollas".
De forma todavía más explicita, el escritor
exterioriza sus asperezas y brusquedades, sus ímpetus,
frenesíes y arrebatos, y un tanto arrepentido, se disculpa
ante su amada: "y pido perdón / por no haberte conservado
/ más allá de esta vehemencia, / a salvo de mis
tosquedades, / pero yo creí que el amor era eso: / comerte
aquí, morderte allá, / chuparte como una cayena, /
almacenarte cual arena / en esta concha / lamer tu rocío /
y besar tu retrato".
Amor frenético de un poeta que lo es aún
más; de un escritor enamorado hasta los tuétanos,
quien confiesa sin melindres, alejado de viriles bravocunerias,
que delante, enfrente de su mujer amada es comparable a un animal
domesticado, a un mamífero pardo danzando por un
terrón de dulce, a un perro callejero que mueve la cola
cuando lo acarician, a un feliz y multicolor guacamayo comiendo
mango maduro en un encierro sin ansiadas libertades.
Sin embargo, desde sus cariños de poca monta, desde su
yo devaluado, el escritor extasiado exhorta y le exige a su
amada: "Tendrías que amarme / porque soy un desprevenido /
que se asombra irracionalmente / ante algo tan común y
natural / como tus ojos / donde observo cientos de almas /
tratando de brillar / desde el pasado más
inverosímil / y en vez de sacar una conclusión
magnificente / quiero besarte / oso bailando por azúcar
/ pájaro picoteando fruta en una jaula, / soy un destemple
de la multitud".
"El amor me ha mordido y me ha matado" sentencia Pulido,
mientras que "huye de la muerte con un ticket", porque no desea
la llegada de ese minuto final en el que todo se extingue, como
si un Dios maluco, indolente, apagara de repente todas las
estrellas para instalar, vengativo y rencoroso, una negrura
imperecedera donde antes relucía un luminoso y seguro
firmamento. El poeta declara pesaroso, contrito, que el origen
manifiesto de sus tristezas y abatimientos es justamente ese,
presentir que un día – sin un más
allá como destino redentor – se apagara todo – "como
cuando se quema la pantalla del televisor" – y que a partir de
ese momento: ". no veré / la cara de mi mujer / iluminado
el cuarto / y si no hay más vida para mí / ni
siquiera podré / recordar como era ella / todo este amor
se habrá perdido".
No quiere el poeta ser un abandonado por las sonrisas de su
mujer, la quiere siempre ruiseña, disponible para sus
ofrendas
poéticas, presta para ser la
motivación de admirativos versos, en los que proclama:
"Ante la eternidad dejo constancia / de que usas como yesca / el
toque de tu risa / yo que apenas soy / un querosén de
sensaciones derramado".
El escritor conoce y reconoce de inmediato a su mujer amada en
cualquier muchedumbre, la distingue prontamente en las devotas
peregrinaciones religiosas, en las interminables marchas
políticas, en las abigarradas colas de las estaciones de
los terminales de autobús, en el gentío de los
aeropuertos cuando se inicia una larga festividad, en la
aglomeración que supone un saqueo, un muerto, un accidente
de incalculables proporciones: un tsunami, un terremoto, un
deslave, una vaguada sin fin. Pulido, contaminado de amor,
infectado de pasión por la administradora de sus bulevares
certifica que: "En un bosque de senos / y una selva de torsos /
mis manos hallarían tus pezones".
En fin, por encima de todo, más allá de
vicisitudes existenciales y circunstancias urbanas, de incidentes
ciudadanos y episodios personales, Pulido le canta al amor, a su
amada, quien lo unge con el bálsamo de una felicidad
sanadora de cualquier quebranto vital, terapeuta de sus
más recónditas penas de sobreviviente de una ciudad
signada por el desamor y el olvido. Así el poeta,
taciturno, melancólico, reconciliado consigo mismo, por
efecto de un amor curalotodo concluye que:"la vida / es una
temporada especial contigo, / que estas calles, estas
películas / esas manos agarradas / somos los dos,
alucinando, / esperando el atardecer / para quedarnos mirando /
el lomo de los cerros / con su filo de nácar / y la luz
alejándose / cual yéndonos en barco; / yo igual a
un islote / cubriéndose de noche / y tú
recostándote como una sirena"
Una muerte que
muerde
y me quedo sentado
apabullado por el animal
de patas broncíneas
y cuerpo plateado
Para Pulido la muerte es siempre una bestia en acecho, un
animal que convierte la vida en algo verdaderamente fugaz y
pasajero; vigilante, cual ave carroñera – "uno cree haber
sentido / el roce de unas alas / y hay un escalofrío
pendiente" – espera, paciente, el fallo del corazón, la
huelga de los
pulmones, el vehículo inesperado, el resbalón
inocente, el coagulo certero, la bala premeditada.
El escritor patrocina la vida y abomina la muerte, ese
agazapado y rudo carnívoro que transita la vida ajena con
paso felino, felpudo, de sonrisa hipócrita y accionar
imprevisto. Nuestro poeta la conoce, la ha visto actuar, llegar
desapercibida, inadvertida, cuando menos se la espera, para
ponerle fin a sonrisas e ilusiones, a sueños y
alegrías, a familia y amistades, dejando a su paso un
visible y evidente rastro de infelicidad, indiscutibles huellas
del desamparo, incontestables trazas de la aflicción.
Pulido lo dice sin ambages, lo expresa sin equívocos:
"Detesto usar esos días holgados / en que se mueren los
amigos / días anchos con espacios / para archivar nuevas
tristezas".
A los acostumbrados sinsabores de su propia vida, el poeta no
quisiera sumarle los repentinos sufrimientos de la muerte ajena.
Su poesía se viste también de luto para expresar el
duelo que acompaña al escritor "cuando los amigos
enmudecen / llegan los dardos de la noticia / y el nombre de la
funeraria / cae sobre una guillotina sobre la cabeza". Carecen de
razonados argumentos sus versos para transmitir su intransferible
pésame, comunicar sus sentidas condolencias a fin de
participar su lástima a los camaradas y allegados, a los
familiares y parientes propios y extraños al poeta: "no
quiero mirar / y me quedo sentado / apabullado por el animal / de
patas broncíneas y cuerpo plateado que se tragó a
otro amigo".
En esos momentos sempiternos, en esos instantes imperecederos,
es cuando el escritor quisiera inventar el más
allá, patentar el regreso a esta existencia terrenal, en
fin, confirmar la inalcanzable perpetuidad, a objeto de que la
ausencia de sus familiares, el alejamiento de sus amigos no sea
una sentencia confirmada y sin apelación ante
ningún tribunal supremo: un por y para siempre. El poeta
entra ilusionado al velorio "con ganas de creer en la
reencarnación o en la resurrección"; así
serán los sentimientos y trastornos vividos en esos
tanatorios sin indiferencia que Pulido confiesa, libre de
urgencias, desprovisto de apremios: "me olvido del bar, de la
política, / de las tetas, de la parrillada /.me olvido de
los pájaros azules / que suelta el útero de la
madrugada / formo parte de un elenco".
La muerte inevitable impone sus ritos, instala sus
ceremoniales: novenarios, mortajas y plegarias, sepulcro y
rogativas; exige igualmente de una corte, de un séquito
incontrovertible que la acompañe cuando practica, a
voluntad y sin sujeciones, todo su despiadado imperio sobre unos
vasallos impotentes, cautivos, sojuzgados, que la contemplan
incrédulos, lacrimosos e impotentes. El poeta registra las
protocolos, las
etiquetas que la muerte demanda,
las pompas fúnebres: "paso al lado / de un
difunto desconocido / las velas arden solitarias / para el Hades
de la ebanistería / imitadora de cofres / y para una
muchacha íngrima / que llora sentada a un metro del
ataúd".
El poeta desvive su vida para toparse con sus muertos; acumula
remembranzas, acopia recuerdos, amontona vivencias para construir
un túnel de sus más íntimas y desoladas
memorias y
asistir nuevamente, afligido, dolorido, acongojado, a la infinita
agonía de su tío hidropésico –
¿paterno, materno? lo mismo da – intentando desde
una poesía despojada de humanos poderes, ".no escuchar / a
la muerte silbando sobre los orinales", porque ella, la
también acertadamente denominada tránsito sin
destino, tiene la incuestionable virtud de traspasar, de
vulnerar, los más infectos olores, los infecciosos
humores, la inmundicia, la putrefacción que, a su nada
bienvenido paso, convoca, propicia, disemina y favorece.
Pulido como si fuese un comensal avezado, conocedor de los
mejores restoranes de cinco estrellas, paladea la
desaparición ajena, la huída involuntaria de este
mundo, se mal saborea cuando, desde las papilas gustativas de su
afecto, se relame sin gusto: "la muerte le saca los recuerdos a
la gente / con todo y semillas / como si estuviera trabajando en
una cocina".
Nuestro poeta certifica en vida que la muerte es
indubitablemente la institución más igualitaria
concebida por ser humano sobre esta Tierra o por Dios alguno en
sus inaccesibles alturas: "Jorge mató a Wilmer / Pedro
mató a Jorge / Leandro mató a Pedro / entre cinco
acribillaron a Leandro / y también murió / con un
huequito en el pecho / y el plomo rebotando / entre las costillas
y los pulmones / la niña Belkis".
Víctimas y más difuntos acompañan a
Pulido en su poesía por la vida. El escritor puede
también plantarse ante la muerte en el cómodo rol
de ángel temporario que contempla "el cuerpo de la
niña / servido en su propia salsa / ketchup
Martínez", así como lejanas y arcaicas
desapariciones – "los peces muertos hace siglos y los dinosaurios
diluidos / deberían formar una montaña" – o
bien en el indisputado lugar del deudo, en el obligado puesto de
la familia, en
el nada envidiable sitio del doliente. Aconjogado, abatido,
pesumbroso se instala, con su presta libreta de turbaciones, en
la primera fila del dolor ajeno para reportarnos: "allá va
la madre de alguien / gritando / que quién trajo esas
pistolas / que no hay papas / que no hay frijoles / que no hay
felicidad / pero hay pistolas".
Un fallecido en la familia, un extinto, es también la
supresión de la cotidianidad, es la conclusión de
las rutinas, el alejamiento temporal del banco, de la
farmacia, del supermercado, es una vacación involuntaria
impuesta por el sufrimiento; el poeta – ubicuo – se
sitúa a la vez, ambivalentemente, en el doble rol de
frustrado ángel celestial que perdió su valioso
tiempo en un barrio caraqueño y de inconsolable e
inútil abuela que no sabe a quien proteger. El
espíritu celeste reclama:"¿y dónde
está el alma? / no encuentra el alma de Belkis / ni un
soplo, ni un halo, ni un ectoplasma / el alma inmortal / llegan
la policía y el forense / ¿dónde está
el alma? / te lo he dicho mil veces, todos los días, / que
no se juega en el callejón / ahora no hay alma / el
ángel va a perder su tiempo diamantino / por esta falta de
consideración".
Por otra parte, solidario como un miembro más de la
familia Martínez, el poeta se suma a la súplica, a
la quimera y frustración de la abuela de Belkis y a
dúo, escritor y ascendiente, suponen y reclaman:"el alma
puede ser una especie de vapor dorado / una nubecita perfecta, /
una cédula de identidad luminosa, / búsquenla por
favor / el alma de Belkis Martínez / esa niña
descuidada / que ha dejado a su abuela sin más ni
más / y ahora ni siquiera / el presidente de la
república sabe / quién va a ver / la telenovela
conmigo / todas estas largas noches / que le quedan al
municipio".
Sueños y
más sueños
Los sueños giran sin destino en el carrusel de la
mente
la boca intenta pronunciarlos y describirlos
Con suficiente antelación – advertivo y sin
ocultamientos – Pulido había anunciado a sus
íntimos y allegados que se refugiaba para siempre en sus
personales y recónditos sueños y no en su
más intestina muerte. "porque no se muere muriendo".
Decidido y sin arrepentimientos, el poeta reconfirma su vuelo
al país de las inseguridades: "Este varón cansado
de su cuerpo / Se ha ido al hacia el profundo horror de la
inconsciencia / Para ver cómo son las rosas amarillas y
las rosas rosadas, / las blancas y las rojas / Y a qué
huelen sus pétalos y sus tersas entrañas / En el
brumoso mundo / Que cabe en la cabeza / Esta que ahora angustia /
Con su pelo bañado de sudor".
El trovador, en coherencia con sus versos, no privilegia su
desaparición física e inciertamente pasajera;
apuesta más bien por alojarse en otra ausencia más
llevadera; penumbra vital, semioscura, crepuscular, cosmos
vespertino y luminoso donde, por humana paradoja ".el sol no
deslumbra / porque los sueños no tienen mediodía /
El sueño todo es un pecho sin cuerpo".
El escritor admite, desde su media luz poética, desde
su otero de sueños, que es un corazón desarrapado,
descosido, andrajoso, habitante desvelado y vecino reiterado de
las barriadas de su imaginación, ciudadano legítimo
y natural de sus dicentes sueños que convocan desde la
distancia breve y la inmortalidad pasajera a todos los suyos,
"que no son de uno pero reconoces como tuyos", a aquellos que
están cerca y a los que se fueron lejos.
Para nuestro poeta, el sueño es una lenta, cadenciada,
y anticipada muerte: "abruma con su país anónimo /
aparecen novias, familiares, amigos y conflictos".
El poeta construye su Pulidolandia, se arma de quimeras,
edifica su tierra de las fantasías, un mito con eterno
retorno, se viste de inexperto mágico , de prestidigitador
desmañado, de ilusionista en estreno: " Hay cocinas
muertas / fogones polvorientos / Y el corazón se cree
gallina perseguida por las cenizas /.la abuela inventa una luna
de harina / en rezar amoroso y tú espantado / sin saber
quién es ella / volteas porque te dan una palmada / y eres
el hombre que te está palmeando / y acaba de llegar".
Deslastrado de vida, el poeta imagina, fantasea,
desvaría, delira, dejando a un lado y por fracciones de
minuto, su desarrollado e inequívoco sentido de realidad
proveniente de lo tanto visto y repasado: "Todo está dicho
sin que se conozca el por qué / Todo está ciego sin
que la luz lo sepa".
Pulido no come cuentos de
camino, no se alimenta de fábulas
forasteras, se nutre de sus propios, íntimos e
intransferibles sueños; perspicaz, lúcido,
desvelado, corrobora, seguro, despabilado, en medio de
escalofríos: " No te puedes quejar de los sueños /
Nadie puede consolarte por un sueño / Los sueños no
son legales o ilegales / Los sueños son tuyos pero nunca
podrás retenerlos".
Los sueños son y son de él; el escritor de
apropia de sus oníricas desavenencias con la realidad para
construir una armonía inútil e ineficiente, un
castillo de arena sin cimientos, un templo carente de creyentes.
Pulido mora en la incredulidad, reside en el desengaño,
convive con la desesperanza, habita en sus propias quimeras, y a
través de sus sueños se reconcilia consigo mismo y
con aquello que se reconoce pero no se ve: "un corazón
baldío / pero sentir es inevitable / dormidos o despiertos
hay que someterse a los embates / de lo que parezca suceder".
Extraña y paradójicamente los sueños
ayudan al mismo tiempo al poeta a evadir y a asumir sus propias e
intransferibles circunstancias presentes y pasadas. Sus
sueños son un traslado exclusivo, un éxodo
personal, realizado por un único y distintivo pasajero:
Pulido mismo.
La circunvalación de nuestro escritor, su
poético vagabundeo, no se circunscribe a las solas y ya
conocidas situaciones de una realidad personal y urbana que vive
para el amor. La nueva realidad, la fabricada por el inconsciente
del poeta, se hace tan evidente como la otra; notorias y
tangibles ambas, Pulido las recoge en sus versos para que las
palpemos con los ojos y las miremos con la emoción: "Este
corazón desarropado / sin cuerpo que ponerse / flota en la
calle de los sueños / que jamás se caminan de
regreso".
¿Con qué sueña Pulido? ¿Qué
lo acosa en sus noches sudorosas? ¿Cuál recuerdo,
evocación, remembranza, retorna presta, acude sin
advertencias, para meterse incomoda en la cama del poeta? Pulido
reconoce – torpe, inhábil, desmañado – su
incapacidad para domar sus sueños; consciente está
de que nunca podrá retenerlos como los quisiera conservar
en su vigilia: límpidos, incólumes, frescos y a la
mano. "Su jaula eres tú / Su pájaro eres tú
/ Alma buscando en un paladar de olvidos".
En medio de su cripta de abandonos, en el justo centro de la
bóveda de sus delirios, el poeta confiesa: "El
sueño abruma con su país anónimo / aparecen
familiares, amigos, novias y conflictos".
Pulido sueña disparejamente aunque con la misma
intensidad, y en especial, durante sus noches sin conciencia,
inerme se reconcilia:
Con su madre: "Cabeza que dormita en los desprecios
/ Despeinada en su propia saladura / una vez de niño /
Y le ponían aceite perfumado / Y la peinaban con
amores tibios / Y le daban un beso / Para que lo
llevará como bastimento / Hacia un futuro que para
bien o para mal / se puede estremecer / Y hoy me estremezco a
merced de recuerdos / Un tintineo de plata como de espanta
– espíritus / Una olorosa sombra de arboledas en
celo / Y perdiéndolo todo pero guardando el beso /
Cargando el beso // Hasta los besos sin amor perduran / El
mío es un ave fénix sobre la frente de mi
infancia / El rostro de mi madre poco a poco cayendo".Con su mujer soñada: "Es tan subyugante,
arde en un fuego tan íntimo y dulzón / Es la
mujer de los sueños / la que está ahí
para que la amen / Alguien se quedó
soñándola desde el pasado / Su presencia huele
a aceite de nardos como si la hubiera salvado Jesús /
Y si es ella la que está soñando / entonces
todos somos inventados".Con su pueblo rancio: "Las tunas de mi pueblo /
Nacen en tierra roja y agrietada / Cerca de los cujíes
espinosos / Todo envuelve en espinas su ternura / Una paloma
anida en el mogote / Sus huevos diminutos son mirados / Con
ardor por la aguda lagartija / Yo no me voy a ir de esta
sequedad dice la sed".Con sus lejanas amistades: "< te diste tu
postín.pero has llegado > / me dijeron con cariz
alegre / como si yo supiera que tenían esa junta / me
dediqué a mirarlos al desgaire / con ganas de
marcharme / y sin hallar el modo de explicarles / que
habían muerto hacía tiempo / que no
podían beber cerveza en una esquina".Con el Cordero de Dios: "Y Jesús deambulaba
por la playa / Con la sombra adelante / Anunciando misterios
en la arena /.y desperté caído en el
sofá /.Dios escogió su hijo para sacrificarlo /
La gente acuchillaba palomas, cabras, / gallos y promesas en
vano / y Dios dijo que su hijo era un cordero / para que la
humanidad lo matara / y descubriera el modus
operandi del amor".Consigo mismo: "Sueño el barro y la arena /
Y acezante el pecho porque construyo / Una casa en el medio
de un continente íntimo / Yo soy el paisaje y el agua
/ La luz y el hombre / El cansancio y la pasión / Yo
pongo todo para que el sueño cunda / Y también
me sé la desmemoria".Con sus miedos intestinos: "Me perseguía con
un cuchillo al aire / Un hombre de implacable furia / Era
imposible que su brazo errara / Moví las piernas como
nunca / Y atravesé un gentío / Indiferente y
hosco / Vi una casa grande adornada con banderas / Y globos
de festejo / Entré buscando asilo".
El escritor, en sus alucinaciones quejumbrosas, en sus
afligidos sueños, suplica por asilos celestiales, ruega
por hospicios planetarios, implora por la caída
súbita, estruendosa de "lluvias desperadas", de chubascos
alocados, de chaparrones incomprensibles, de tormentas tropicales
en medio de las cuales "cada gota que caiga / alimente esta
montaña dolorosa / que cargo para arriba y para abajo /
porque soy en los sueños la raíz más
vibrátil que he visto".
Se reconoce enraizado, se admite sujeto, varón
taciturno arraigado a una vida intransferible que nadie,
ningún otro, puede vivir por él y en la que los
sueños – transformados por el inconsciente en
inclementes e involuntarios mostradores de la existencia – le
revelan al poeta que, efectivamente, todo era
soñación: "Porque repasé la breve historia
personal / Las palabras acumuladas / Las frases preferidas / Los
errores y el placer vividos (.)supe que estaba soñando /
porque sentí terror al abrir una puerta / porque
amé sin objeto / porque quise desollarme vivo en un
apacible jardín / me vi las manos y eran otros dedos /
toqué mi cara y había otra nariz". No podía
ser otro el hombre que soñaba ser el otro.
A la altura de su actual madurez física y existencial,
los sueños se convierten a veces en cómplices
benévolos y permisivos aliados de las evocaciones del
poeta: "los sueños que no se olvidan / parecían
mejores / las ilusiones maduraban bajitas / y uno se desplazaba
eufórico en un campo / donde nada es terrible / las
personas de los sueños que no se olvidan / eran singulares
y jamás vistas / uno podía caminar sin brújula /
y sin escalofríos en la espalda".
Sin embargo, en otras menos felices ocasiones, esos
sueños, esos mismos sueños que tampoco se olvidan,
en su propia deriva, se transforman, repentinamente y sin
advertencias, en justicieros jueces y sanguinarios verdugos que
– inflexibles – sentencian y ejecutan verdaderas pesadillas
que Pulido desearía con todos los medios evitar.
Con ese propósito en verso, el poeta suma su plegaria al
rezo ajeno: "El pueblo que se sueña no interviene /
quizás uno es un ángel para su entendimiento / a lo
mejor uno es tan invisible / y tan difunto / que ellos no saludan
ni conversan / porque están rezando / porque están
suplicando / para que la tormenta de arena de los sueños
no sople más sus calles".
Niñez y juventud, amigos y allegados presumiblemente en
el olvido, familiares, novias y mujeres de ocasión,
encuentros fortuitos y furtivos, hijos de uno y otro origen,
cunas y tumbas, esperanzas y amenazas, luto y felicidad,
alegrías y tristezas, vida y muerte se dan la mano en los
ensueños del poeta. Pulido va y viene en su
extravío alucinado, se detiene y huye, goza y sufre, se
regodea y se lamenta; en la mañana con una taza de
café en la mano, con la serenidad y el sosiego que produce
el saberse vivo y entero, el poeta evoca, recuenta, rememora,
para su desazón: "No sé quien era / la persona que
me amaba tanto / En el sueño viví / de siglo
condensado / Su rostro se me escapa como un desangrar / Y aquella
persona que quería asesinarme / ¿quién era?
No debería olvidar tampoco / al asesino".
Muerto en vida, liquidado por su intransferible existencia,
eliminado por sus cómplices afines, desprovisto de
enhiestas solidaridades, ausente de cercanos prójimos, el
poeta apuesta por una mismidad ajena, por una indulgente otredad:
"Tiene que haber un sueño de otra gente / Donde vives
prestado / Como el jirón de un trapo en una llama / Aunque
busques rincón en las sombras de la lechuza / permanecer
dormido es más costoso que resucitar / inmóvil como
laja que se ensucia esperando / El hombre que se vuelve piedra
sabe a charco / De sangre mariposeada / En una misma noche somos
pared herida de alacranes / Y cuerpo recostado / El sueño
es una fe sin osamenta / Y la piel es una luz por apagarse"
José
transmutado en Jesús
Sueño que tengo una mano suya en el clavo
oigo el chasquido del dolor
ojalá que suene el teléfono
y me saque
de este remordimiento ciudadano
quiero pedirle perdón
desde la vida real
al cordero intercostal izquierdo
que me agobia
Sin equívocos, confeso y creyente, liberándose
de innumerables y no reconocidos pecados, propios y ajenos, el
escritor jura en su poesía que es válido eliminar,
excluir, suprimir, todo lo humano – putas, bares, amigos,
cigarrillos, cervezas y parrilladas, acotaríamos
nosotros – menos al Dios hecho hombre, a la Divinidad
encarnada, al Hijo predilecto del Señor.
Pulido como sí asistiera, eminentísimo,
engalanado, purpurado, como estimulado Cardenal a un imprevisto
cónclave vaticano, declara: "Se puede prescindir de esa
turbia sensibilidad / Pero no es posible olvidar al Cordero de
Dios / Esa sangre me aturde / Esa sangre me escarba lo arbolario
/ Esa sangre que manchó al cosmos".
Para nuestros paganos asombros de incrédulo
sobrevenido, el poeta se hace uno con Cristo, se incluye en la
tradición eclesial que hace suya los estigmas del
Señor, las heridas, llagas y magulladuras del Redentor,
clavado a su cruz de olvido, en un Gólgota de segunda.
Sueña José que Jesús sueña ".con una
brisa perfumada / Y es María Magdalena armando un giro /
De brazos discutiendo / Con los otros discípulos ".
La multifacética y polisémica escena de los
ensueños del escritor – engalanada esta vez con la
vida y pasión del Cordero de Dios – está
evangélicamente servida; los intérpretes del Quinto
Nuevo Testamento Pulidiano se sitúan en la onírica
escenografía que el escritor, regidor también de
sus alucinaciones, reinventa, dirigiendo, neorrealista, los
delirios de su más íntima y recóndita
oración.
En fílmica jaculatoria, en poética plegaria,
antitético, como teatino estupefacto, ignaciano del pasmo,
narra sorprendido: "En un rincón del sueño /
Judas
Iscariote se arrincona / ¿Por qué discute
María Magdalena? / Pregunta Jesús en el cuarto
oscuro del soñar / Y María Magdalena se arrodilla y
reza / Para no responderle / Si ella no fuera una pluma /
flotando en su fe / le soltaría una avalancha de
preguntas".
Pulido se hermana con el Hijo del Señor, con el Cordero
de Dios, y se equipara con su vida de redención y
enmienda; el poeta, otra vez, viene y va, ronda y deambula,
navega, vagabundea – circunvalación divina ahora
– por los muertos mares de Galilea, por los infecundos
parajes bíblicos de Judea. Como testigo y
contemporáneo colega de Juan el Bautista, Pulido informa a
creyentes e incrédulos: "A la sombra de las rocas del
desierto / Se sentaban a meditar / con las manos hundidas en la
arena caliente / Con los ojos ahítos de de espejismos / Y
el estruendo de la voz celeste / Curando su oídos // Les
tocó vivir un mundo sin hechura / Tenían el
infinito en la lengua / Era
un Kilo de fe".
Encrespado, enfurecido, enardecido, arrecho contra la
incesante publicidad romana
y oficial en contra la obra del Hijo de Dios, Pulido reivindica
la información veraz, el contenido cierto, la
noticia incontrovertible. Intrépido y desde la primera
línea reporteril, el poeta evangelista apunta en su
libreta experta, testimonia en sus versos de comensal osado y
privilegiado, la misericordia de un hombre incomprendido por sus
semejantes, bondadoso y rechazado protagonista de una "era
devastadora / De inmediatez endémica / La ignorancia y el
crimen / Son los postres de una última cena".
En su rol de ventrílocuo del Hijo del Señor,
cansino, defraudado, desilusionado, Pulido admite solícito
en boca del Cordero de Dios: "Yo soy el paisaje y el agua / La
luz y el hombre / El cansancio y la pasión / Yo pongo todo
para que el sueño cunda / Y también me sé la
desmemoria".
Más allá de los mujeriles velos desvelados, el
Profeta cuerdo, lúcido, alejado de féminas
seducciones, y de acuerdo con el poeta, se protege diferentemente
de las influencias del Demonio que intenta convertirlo en un
pecador, embriagarlo, hechizarlo con un oscilatorio vientre de
mujer. Sin embargo, el Hijo de Dios, el Redentor, cuenta con toda
la valentía del Cielo, con la audacia de las alturas, para
desechar, poner de lado, alucinaciones incorpóreas y
tentaciones carnales. Pulido, oníricamente reflejado en
espejos de moralidad, en
espejismos de virtud, divaga con ellos – metafísico,
cómplice – apartando al Cordero de Dios de humanas
inclinaciones. Como si fuese el privilegiado y exclusivo velador
de los sueños de Cristo, el poeta testimonia que
Jesús y sus apóstoles: "Cuando dormían
soñaban afiebrados / Con Satanás y sus ventarrones
/ con atarrayas arropando el agua / Y pescando en el cardumen de
los miedos".
Con la escenografía montada, la obra, por todos
conocida, comienza a ser representada de nuevo con una trama
poetizada por el guionista y director, y también inusitado
sorpresivo actor, José Pulido:"Jesús Iscariote
está mirando / Desde el fondo del sueño / Y
Jesús le hace un gesto /(.)Sólo Dios conoce la
jugada / Y el resultado / él reparte pérdidas y
ganancias / La sospecha de que conversaron / Sus asuntos es un
soplo divino que se posa / En el alma / para escocer / como lo
hacen las sospechas".
En policial, en detectivesca, se transforma la infatigable y
polisémica circunvalación de Pulido, investido
ahora como inspector de su propia orden religiosa, el poeta
indaga, averigua, pregunta, ata cabos, formula hipótesis, elimina pistas, reconstruye el
crimen, recoge opiniones de testigos y curiosos, ordena sus
sueños.
De acuerdo con su personal evangelio, la cosa fue más o
menos así, narra Pulido:
Primero: "Todos los equivocados, / Soldados y
civiles / se sintieron eufóricos / el viernes / los
viernes son un precipicio / se reían y gritaban que
cargaban al rey. / ¡por aquí va pasando al rey!
/ lo golpearon y se burlaron / Lo humillaron hasta quitarle
la humillación".Segundo: "Es el hijo de del carpintero / Asegurando
que su padre es Dios / Dónde habrá aprendido a
leer como los sabios / Reviéntale las costillas para
que sepa / Que no queremos locos en estas calles
cuerdas"(.)"Jesús era áspero y tan seco /
aunque sólo tenía treinta y tres años
sin ser felicitado / Hablaban de que sus mesas y sus sillas /
Eran muebles sin gracia y sin paciencia / Y he ahí una
obra de dos maderos / Para que no se burlen del oficio".Tercero: "Soñé que iba por el
callejón que incita al Gólgota / Al promontorio
de la Calavera. / Jesús caminaba con la frente
bañada en sanguaza / Porque las espinas de la corona
se hundían bajo la piel / Su barba y sus cabellos se
entiesaban con pegostes de sangre".Cuarto: "Un forastero fue obligado / a ser el
ayudante de Jesús / cargando el estribor de aquella
cruz / Hecha con dos troncos tan pesados / Que iban
escribiendo sobre el polvo / La inclemencia y la
melancolía / era una cruz rasposa".Quinto: "las mujeres lloraban y asustaban / sus
sollozos de tanto sollozar / las mujeres que creían en
milagros y bramaban en Jerusalén /
¿Quién es esa mujer que llora como gaviota
caída? pregunté / sin esperanzas de que me
respondieran / y yo mismo contesté esa es María
/ la madre de Jesús / la imaginaba muerta."Sexto: " La Madre de Jesús avanza adolorida
a duras penas / Las otras Marías la acompañan /
María Magdalena empuja y se abre paso / Y a nadie
parece importarle que la Madre / desfallezca de dolor y sed /
Ella tarda en llegar al lugar de la crucifixión./
Cuando mira de cerca hay un martillo / Que va cayendo sobre
el largo clavo / Del rosal de las rosas que en la
muñeca temblorosa / Riega Jesús de
Nazaret".Séptimo: El poeta – soñador –
reportero – detective – recoge en su libreta tres
testimonios directos que reproduce fielmente: el del mismo
Jesús: "Dile a mi vieja que no llore / Que va a
sufrir cuando se vaya / que va gemir cuando se duerma / Y va
a sentirse amarga", el del centurión romano:
"Están a punto / De terminar señora / faltan
dos clavos que ya vienen / en esa mano / que se acerca
ahora"; el de la dolida Madre: " Que no terminen tan
rápido / Que el tiempo no retroceda / Que la madera se
deshaga / Que los clavos se derritan / Que su cuerpo se
convierta en aire".Octavo: Ni Jesús pudo evitar el dolor de
María ni la madre el sufrimiento de su hijo: "Cada
golpe de martillo resuena / Nueve veces / Y en seguida se
escuchan las vocales del dolor // Con plena lucidez al
martillar / el crucificador coloca el clavo / en la juntura /
A las tres de la tarde del viernes / Estaba clavado en la
cruz // Unos lloraban y otros reían / No se
podía llamar festejo / Pero Jesús
permanecía / Sin un quejido viendo".Noveno: "Así pasaron las cuatro de la tarde.
Algunos se aburrieron / Porque ya no cabían más
burlas / Los soldados se habían jugado hasta la ropa
de Jesús / A los dados".A las cinco de la tarde
alguien lanzó una piedra / que rebotó de la
cruz y cayó por la grava / un centurión puso en
la punta de su lanza una esponja con vinagre / y le
mojó los labios a Jesús / que respiraba por
última vez".Décimo: Ahora como testigo de lujo, el poeta
confiesa: "yo vi la sangre de Jesús / roja y pertinaz
goteando piedras / las moscas nunca sabrán lo que
probaron".CONCLUSION: Después de lo expuesto en autos,
de las pruebas y testimonios recogidos, de los libelos
redactados, de las actas levantadas, el poeta concluye: "fue
la tarde en que Dios / era circuncidado de corazón /
dejó de ser tribal / un segundo después de que
Jesús lo reconociera como padre".
Inmediatamente de la larga y dolorida pesquisa, de la
atribulada y minuciosa investigación llevada a cabo por Pulido
sobre las últimas horas de la agonía del
Señor, nos preguntamos ¿Y qué más
aconteció en los sueños del poeta?
¿Qué sucedió con los otros protagonistas?
¿Qué fue de María Magdalena, de María
la madre, de Judas Iscariote? ¿Qué pasó
finalmente con Jesús?
El poeta, generoso de sueños y versos, recuerda y
discurre: "Nadie quería recordarlo el sábado / En
la mañana del domingo María Magdalena y la Madre de
Jesús / Fueron a buscarlo / Y la tumba estaba abierta /
Ellas anhelaban la realidad del cuerpo / Y sólo
había quedado la mortaja / Jesús se apareció
de repente / y se le acercó a María Magdalena /
ella pensaba "¿Quién será este hombre?" / y
lo reconoció cuando él dispuso.No me toques porque
aún no has subido / hasta donde tenía que subir (.)
Es un resucitado / El desde chiquito / Era tan diferente
decía María, la madre, / Y yo les miraba dialogar
en mi sueño / Deseando consolarlas".
Y para despejar cualquier duda pendiente acerca de los
detalles de su sueño evangelizador, Pulido desvela su
más íntima confesión de durmiente
entrometido, de soñador entrépito, de humano y
simple poeta tuteándose, nada más y nada menos, que
con el Hijo de Dios, con el Cordero del Señor: "Me
senté en un rincón, las manos me sudaban / Y
entonces escuché la voz serena y tibia de Jesús /
Anidando su magia en mis oídos / Recuerdo que me dijo /
"vamos, Judas / debemos conversar en el jardín / mientras
sopla la brisa" / y desperté aterrado / afiebrado,
balbuceante en el susto, sudando vértigos y estremecido /
porque yo conozco / sus conversaciones".
Autor:
Enrique Viloria Vera
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